EL MAESTRO DOKUSHO
Después de meses de práctica de meditación en soledad estaba preparado, eso creía, para enfrentarme a la vida en la Shanga (Comunidad en japonés). Así que contacté con el Templo Luz Serena y me dijeron que sería bien recibido.
Llegué una soleada y cálida tarde del mes de julio del año 2000, dispuesto a pasar dos semanas en el Templo, ubicado en las afueras de un pueblo denominado Casas del Río, en la provincia de Valencia, a unos 40 kms de distancia.
El paraje donde se encuentra Luz Serena es boscoso, agreste y, más que silvestre, salvaje. La vegetación es típica mediterránea, constituida por pinos en su mayor parte. El agua escasea por allí por lo que en la shanga son muy cuidadosos con el consumo del líquido elemento.
Nada más franquear la barrera de la entrada hay un aparcamiento. Sólo había dos o tres coches, uno de los cuales, un Ford Scort azul, era del Maestro. Después de subir por un camino empinado se encuentran varias construcciones a derecha e izquierda. A la izquierda había un gallinero y un palomar, mientras que a la derecha habría unas 5 casitas individuales, y con individuales me refiero a que en ellas vivía una persona por casa. Eran las casas de los monjes y el alojamiento de invitado ilustres. Al seguir caminando apareció una enorme carpa militar, donde nos alojábamos los invitados comunes. Dentro se encontraban varias decenas de camas en las cuales había que poner el respectivo saco de dormir que cada uno debía de llevar (norma obligatoria). Pese al calor diurno, las noches allí eran frías por lo que recomendaban un saco de dormir cálido. Tenían razón.
Más arriba de la carpa se encontraba la mayor construcción de todo el Templo, que se utilizaba como comedor y sala de reuniones en una de sus alas, como cocina en otra y como sala de meditación en la última aunque no por ser la última era la menos importante, más bien todo lo contrario. Era una construcción moderna, iluminada con amplios ventanales que llegaban hasta el suelo. Presidiendo la entrada de este edificio, un enorme gong se balanceaba con el viento dejando escuchar leves sonidos metálicos.
Al bajar de mi coche, por entonces un Renault 19 (rojo), sentí el sofoco del húmedo calor, pues había realizado todo el viaje desde Madrid de un tirón con el aire acondicionado puesto. Fue una sensación parecida a bajarse de un avión. A una distancia de unos 50 metros, sentado en un banco, un hombre con la cabeza afeitada y de unos 45 años de edad, me hizo un gesto de saludo con la mano. Se lo devolví y me acerqué a saludarle. Conforme me acercaba a él fui estudiando los rasgos de su rostro. Era un tipo duro. Vestía con un kimono de color rojizo, o tal vez marrón, es un detalle que no recuerdo nítidamente. Al llegar junto a él me estrechó la mano y me presenté. Él era el Maestro. Sus ojos eran blancos y grandes y su mirada profunda como un rayo que podía atravesar montañas. Su voz era grave, profunda, como un trueno. Y sus manos, fuertes como acero tratado. Me sentí tranquilo en su presencia, calmado, pues a pesar de toda su fortaleza sólo transmitía paz, serenidad. No mantuvimos ninguna conversación más allá del protocolario saludo pues enseguida llegó alguien que debía ser el monje instructor y me acompañó en una visita guiada por todo el Templo, explicándome para qué servía cada edificación e indicándome los horarios de las diferentes actividades.
Serían las 17:00 horas cuando esto sucedió y apenas tuve tiempo de cambiarme de ropa, de leer un breve manual con las indicaciones para los novatos, y ponerme a trabajar en lo que ellos denominan Samu, o trabajos manuales. Me tocó limpiar las hojas secas que había por el suelo de todo el Templo con un rastrillo y un saco. A las 19:00 di por terminado el trabajo cuando sonó el gong.
El gong marcaba todas las actividades del Templo. A esa hora, teníamos unos minutos para asearnos, ponernos el kimono negro y subir a la sala de meditación. A las 19:15 todos debíamos estar sentados en nuestros respectivos zafús (cojines de meditación) y en silencio absoluto. Entonces, entraba el Maestro y comenzaba la sesión. Duraba 45 minutos. 45 minutos era mi récord personal.
Al meditar hay colocar las piernas en la posición del loto o del medio loto (yo siempre he usado el medio loto porque nunca he sido demasiado flexible). Cuando ha transcurrido tiempo en la postura y la concentración no es adecuada existe una grave tendencia a romper la posición o, cuando menos, a modificarla para poder acomodar las piernas y mejorar la circulación. Pero rodeado de expertos meditadores y en medio de ese sepulcral silencio (ni siquiera piaban los pájaros, esto es literalmente cierto), hasta tragar saliva hubiera sido un gesto maleducado por mi parte.
Al final de la sesión sonó una campanilla, un dulce sonido que hizo que todos despertáramos de aquel trance, y pudiéramos estirar las piernas. Nadie hablaba dentro de la sala de meditación y nadie salía hasta que no lo hubiera hecho el Maestro.
Después de la meditación había un rato de asueto en el que la gente si quería podía asearse (una ducha al día, bien por la mañana, bien por la tarde). Cuando sonaba el gong había que ir a cenar.
En la cena había autoservicio: una mesa contenía toda la comida y los comensales se servían en sus propios platos. Eso sí, el primero en servirse era el Maestro, el primero en sentarse era el Maestro y después de rezar las oportunas bendiciones a los dioses de las 10 direcciones y al Budha Sakyamuni, procedíamos a comer.
Tras la cena cada uno fregaba sus utensilios de comida en unos barreños enormes, guardando ordenadamente la cola. El Maestro no fregaba, sino que se dirigía a su residencia, situada unos metros más arriba del complejo del Templo, aunque dentro de él.
Cuando habíamos terminado con estas labores, charlábamos un rato. Pude conocer a unas cuantas personas interesadas por el budismo. En su mayoría éramos católicos convencidos y en su mayoría eran gente de alto nivel cultural, incluso con buen poder adquisitivo, diría yo.
Uno de los monjes se llamaba Jesús. Jesús había tenido un problema de drogadicción y había recorrido la mayor parte de España, siendo alojado incluso en cárceles de toda la geografía nacional por sus delitos menores cometidos. Procedía de una familia desestructurada, madre con costumbres licenciosas, padre desconocido, 10 hermanos. Él era uno de los que vivían en las casitas individuales. Era el ojito derecho del Maestro. Era Su invitado. Llevaba 3 años en el Templo, desde que cumplió su última condena. Nunca llegué a saber cómo se conocieron.
Jesús estaba orgulloso de su postura al meditar. Se sentaba justo a la derecha del Maestro, tanto en la comida como en la sala de meditación. Me preguntó después de la cena:
-¿Has visto cómo me siento al meditar? El Maestro me ha enseñado. Al principio me sentaba en un banquito, como si fuera un obispo, jejejeje. Pero con el tiempo ya me siento en un zafú y no me muevo.
Hablamos muy a menudo en los pocos ratos libres de que disponíamos en la larga jornada del Templo. De hecho no se podía hablar nada más que para cuestiones relacionadas con la vida del Templo, excepto en los ratos libres que solían ser tras las comidas.
Por la mañana nos despertaba el gong a las 08:00, debiendo estar aseados y vestidos de negro para sentarnos a meditar a las 08:15.
La sesión de meditación diurna era lo más duro: desde las 08:15 hasta las 09:30. Jamás había estado tanto tiempo seguido en zazén. Pero lo logré el primer día y lo logré los otros 14. No era peor que nadie de los que allí había, al menos en zazén. Cuando mucha gente medita junta se genera una energía colectiva que te arrastra minuto tras minuto, segundo tras segundo, sin ser consciente del paso del tiempo. Sólo las piernas, al levantarse, se quejan un poco, debiendo dedicarlas unos minutos de masajes y estiramientos para que la sangre pueda regresar bien a cada lugar.
Tras la meditación, el desayuno. El desayuno muy fuerte, para soportar la larga jornada de trabajo. Y tras e desayuno, el samu, el trabajo manual, de nuevo. A mí me tocó durante las dos semanas encalar de blanco todas las paredes de las construcciones del templo. Había primero que raspar la pintura antigua y después aplicar la nueva.
Así transcurrían los días: meditación, desayuno, samu, aseo, comida, siesta, samu, aseo, meditación, cena, dormir. Todo en silencio. Escuchando los trinos de los pajarillos, a las chicharras, el sonido del viento y el indispensable gong que removía toda la montaña.
Un martes de aquellas dos semanas me enteré que había día de asueto, lo cual quería decir que tras una corta sesión de meditación en la mañana y el desayuno, podíamos abandonar el templo y hacer lo que quisiéramos. Le pregunté a Jesús que si se quería venir a Valencia conmigo a pasar el día. Aceptó enseguida porque, además, necesitaba comprarse unas nuevas sandalias (las que tenía ya estaban muy viejas). Paramos en una gasolinera y me obligó a beberme un refresco que él me había comprado. Jesús era un tipo majo.
Fuimos a un centro comercial. Él no había estado en Valencia hacía mucho tiempo. Parecía como si todo le sorprendiera. Me dijo que el dinero de las sandalias se lo había prestado el Maestro porque él no tenía ingresos. Quería hacer algo para ganar dinero, pero en el Templo era difícil. Jesús vivía de la caridad de los invitados del templo. Y yo le invité a comer, entre otras cosas, un enorme filete de ternera, que me dijo echar de menos porque en Luz Serena toda la dieta era macrobiótica. Tomamos un enorme helado de dos bolas, paseamos por la ciudad y fuimos al cine, donde vimos la película titulada “Yo, yo mismo e Irene”, protagonizada por Jim Carrey. Nos reímos muchísimo. Luego nos pasamos por una sucursal del mi empresa en Valencia porque Jesús necesitaba unas gafas nuevas, unas gafas “redondas”, que le encantaban. Hablé con el director de la sucursal, a quien conocía personalmente, y le graduaron la vista y le montaron sus gafas en apenas una hora. Jesús estaba pletórico, pero me temo que cometí un grave error con él. Le mostré cómo podía ser la vida fuera del Templo con dinero. Y creo que se le metió en la cabeza abandonarlo ese mismo día.
Cuando regresamos a Luz Serena nos pusimos a conversar acerca de Matrix, la película, de todo lo que nos habíamos reído en el cine, y del fichaje que Florentino Pérez había hecho para el Madrid, nada menos que el portugués Luis Figo, el primero de los grandes que vendrían en posteriores temporadas.
A los dos días del viaje a Valencia Jesús me dijo que se iba del Templo. El Maestro, en la comida, dio un discurso en el que sin nombrar directamente a Jesús, hablaba de lo necesaria que era su presencia en la Shanga. Pero parece que no logró disuadirle. Le di a Jesús no recuerdo si 2.000 pesetas o 20 euros para que tuviera cómo empezar.